Tanto el hombre como la mujer, al ser creados a imagen y semejanza de Dios, ocupan un mismo grado. Es más, dicho pasaje bíblico proporciona bases suficientes para reconocer la igualdad esencial entre el hombre y la mujer desde el punto de vista de su humanidad” (Mulieris dignitatem, 6).
Junto con lo anterior, es necesario tener siempre presente que, al ser creados a imagen y semejanza de Dios, el hombre y la mujer presentan una unidad en Dios. Bien señala Pablo que “ni la mujer es algo sin el varón, ni el varón es algo sin la mujer ante el Señor” (1 Corintios 11, 11). “En la “unidad de los dos” el hombre y la mujer son llamados desde el origen no sólo a existir “uno al lado del otro” o simplemente “juntos”, sino que son llamados también a existir recíprocamente “el uno para el otro”” (Mulieris dignitatem, 7).
Ahora bien, es menester dar cuenta que esta igualdad no supone identidad. En efecto, tanto hombre como mujer son ontológicamente iguales, en cuanto ambos han sido creados a imagen y semejanza de Dios, no obstante, han sido creados hombre y mujer. Aquello quiere decir que presentan dones y roles diversos de acuerdo a su identidad de varón y mujer. Dichos dones, presentes en uno pero ausentes y necesarios por el otro, dan cuenta de la necesidad de complementariedad y ayuda recíproca que debe existir entre el varón y la mujer. “Masculino” y “femenino” diferencian a dos individuos de igual dignidad, que, sin embargo, no poseen una igualdad estática, porque lo específico femenino es diverso de lo específico masculino. Esta diversidad en la igualdad es enriquecedora e indispensable para una armoniosa convivencia humana (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 146).